En la aldea donde nací la cultura parroquiana dictaba que un hombre debía casarse antes de los 30 y la mujer antes de los 25. Los Taveras, genéticamente contestatarios, quebramos ese rancio patrón. Honré esa irreverente tradición familiar casándome después de los 35 años. Tal tardanza avivó todos los prejuicios que la cultura provinciana podía prodigar. Ser padre fue para mí otro reto. Mi esposa, a la que casi duplico la edad, no vio preñez sino después de los diez años de matrimonio. Lejos de deprimirme, esa circunstancia me ha hecho el padre más feliz. Sebastián fue un milagro de Dios; perdónenme los agnósticos, pero así lo creemos y lo aceptamos. Ese hecho, convertido en sentimiento de fe, es cotidianamente confirmado en la luz de cada sonrisa y en la gracia de su cautivante precocidad.
La guarda de una criatura tan amada no podía ser confiada a cualquier persona. Además de su nana, Sebastián se crió con un joven haitiano llamado Robert. Sebastián nunca reparó en su piel ni en su origen para amarlo. Yo disfrutaba hasta el paroxismo de esa relación: jugaban, armaban rompecabezas, hacían edificios imaginarios con piezas de plástico, se intuían. Me fascinaba cuando mi niño de tres años me sorprendía con palabras en creole, de esas que les enseñaba Robert, persona respetuosa, leal y agradecida a quien ayudamos a legalizar su estatus. Desgraciadamente lo perdimos. Su hermano, que vive en Brasil, lo mandó a buscar. Robert no nos ha olvidado y aprovecha cada ocasión especial del calendario para llamarnos.
Esta historia familiar la evoco en un momento tan aciago como el que vivimos. Me indigna que el posado patriotismo de microondas haya animado sentimientos tan siniestros en gente dominicana. He oído y leído calladamente expresiones tan cavernarias como las de “matar”, “linchar”, “sacrificar” y “prenderle el culo” a esos animales. En nombre de esa bestialidad se prostituyen los símbolos patrios ennobleciendo un patriotismo carnicero y bufón. Para esos “neoduartianos”, el que no maldice a los haitianos es un traidor. Ese sombrío fanatismo de sangre ha alcanzado niveles tan perturbados de percepción, que para recibir un saludo de sus profesantes primero debes jurar, en nombre de la Trinitaria, si eres prohaitiano o no, a su manera, y según las borrascosas ideas de sus demenciales delirios.
Defiendo con mi honra el supremo derecho del Estado dominicano a su integridad territorial. Me opongo visceralmente a ceder un ápice de la soberanía que nos costó vidas, sacrificios y sueños. Tengo más de veinte años diciendo, escribiendo y advirtiendo que los gobiernos dominicanos (todos) han sido responsables de una política permisiva con la inmigración ilegal; que la primera razón de esa funesta tolerancia es mantener las estructuras de mafia que sustentan el tráfico transfronterizo de gente, armas, droga y contrabando. Que el problema haitiano nunca ha estado en la agenda política dominicana y que sus líderes jamás han tenido interés ni conciencia de la amenaza y carga que representa un flujo migratorio trastornador e insostenible. Que ciertamente los gobiernos de Estados Unidos, Francia y Canadá han deseado liberarse de la carga de Haití y que en esa estrategia la República Dominicana es un aliado natural.
¿Qué ha pasado? Que el tema haitiano ha sido usurpado por gente tachada como forma de desviar el dedo acusador de la moral pública. Ningún político corrupto puede darme lecciones de patriotismo. Es muy fácil limpiarse con un tema popular y convocante. ¡Coño!.... me roban mi nación y futuro para decirme que la patria está en riesgo de una invasión con tal de que me olvide de la “depredación patriótica” de nuestros recursos por unos rufianes y gavilleros vestidos ahora de cruzados tricolores. Me da risa ver gárrulos inflamar tribunas nacionalistas con el puño de la desvergüenza relumbrado por un Rolex de doscientos mil dólares comprado con los cuartos de Duarte. No señor, la corrupción no se va a purgar a expensas de un repentino “amor patrio” usado como condón. Duarte, el dominicano más preclaro, dijo de la demagogia: “Nada hacemos con estar excitando al pueblo y conformarnos con esa disposición, sin hacerla servir para un fin positivo, práctico y trascendental”.
El que quiera rasgarse la vestidura que lo haga; el que quiera maldecirme que declare, y el que quiera borrarme de su cuenta que no pierda tiempo, pero no doy un Robert haitiano por mil políticos corruptos dominicanos. El ilegal a su tierra, pero el corrupto, ¡a la cárcel!
Por:
José Luis Taveras
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